La visita
Por: Alejandro Rivera Ortiz
Pasadas las dos de la tarde, cuando los aromas del almuerzo empezaban a despertar apetito, la gente iba llegando, uno por uno llegaban aquellos que viven solos a causa de diferentes abandonos de esta imperfecta e intolerante humanidad, otros llegaban en carros lujosos, con sus familias bien vestidas, sus niños de miradas prudenciales adoctrinados por la loca religión de moda, llegaban con sus padres, también bien vestidos, con gafas oscuras para el nulo sol que había aquella tarde, ya que todo estaba nublado. Cuando hay aviso de muerte, se acostumbra entonces a usar aquella mascara que llamamos lentes de sol. Llegaban también los otros hermanos que apiñados en un taxi se bajaban con sus esposas y los otros hijos. Iban llegando las hermanas que en su mayoría eran viudas. Llegaron con largos vestidos negros de mal gusto, lleno de motas blancas. Iban subiendo todos cual si fuera una procesión al apartamento que se encontraba en aquel tercer piso, de aquel bloque tres, de aquel barrio, de aquella conmocionada ciudad, de aquel país de muertos a diario, de aquel planeta sin dios. Nadie se había muerto aun. La razón de la visita no era explicita, no se manifestaba alardeándose de boca en boca de los invitados, todos aquellos que estaban en aquel apartamento tenían una razón para aquella visita. La razón entonces era implícita, escondida, muy escondida. En unos tal vez estaba en sus sucias consciencias, en otros tal vez estaba en sus corazones cerrados y arrugados de dolor, o en otros estaba tal vez en el despertar de la empatía que pocos sienten en estas épocas de modernidad, cuando se sabe que todos los animales humanos de este mundo fragmentado y aporreado tienen la valentía de saber que nos vamos a morir. No obstante había toda clase de gente en aquel apartamento, llegaban y llegaban visitantes entre ellos parientes cercanos y lejanos, de esos que en este tipo de eventualidades llegamos a conocer solamente una vez en la vida, llegaban parientes cercanos, unos con cara de afán porque el compromiso era un significante social, un simulacro, un manto sobre la autentica realidad, válgame el oxímoron, llegaban vecinos curiosos, a poner cara de condolidos, a poner cara de parientes cercanos. Afanosos, llorones, melosos, besucones, curiosos, preguntones, reparadores, envidiosos, problemáticos, incrédulos, optimistas, pesimistas, hipócritas, sinceros, se experimentaba una exaltación a los calificativos, los superlativos y la hipérbole. Llegando el qué o la qué se presumía qué era él o la ultima en entrar entonces uno de los mas cercanos a la familia que residía en aquel apartamento tuvo el acto volitivo de cerrar la puerta, sin embargo el viento le ayudo un poco empujando este la puerta y cerrándola dejando un golpe seco pero ruidoso en el aire que circundaba dentro de aquel apartamento.
Estaban todos en la sala, otros en las habitaciones, otros en la cocina, algunos en el baño, todos entonces se reconocían, se iban preguntando cual perfecto modelo de comunicación por la vida de cada uno, respuestas insulsas por un lado, monosilábicas por el otro, mentirosas, sinceras, como todo. Una de las hermanas de aquella pariente agonizante estaba en la cocina preparando café para la caterva visitante. Decían cual orgia de quejas que unos con azúcar, que sin azúcar, que dos cucharaditas, que tres, que cuatro, que si no había azúcar morena porque algunas estaban adelgazando, que sin azúcar, que si solamente había café negro, que si no había aromática o te ingles. Veinte pocillos de porcelana de diferentes texturas, colores, tamaños mas veinte platicos protocolarios para poner el pocillo también de diferentes colores, tamaños, texturas eran repartidos al unísono por los hermanos y hermanas allegadas al resto del enjambre que estaban parados o sentados en aquel apartamento, mientras se preguntaban y se preguntaban, se respondían y se respondían, la gente con sus cafés en las manos, por fin se empezaron a preguntar, cuando una de las hermanas pregono que la tía estaba grave. Unos se miraban las caras tratando de darse una explicación a punta de expresiones faciales, otros simplemente decían “que pesar” otros eran mas optimistas y afirmaban que si era la voluntad del dios de la religión de moda, entonces que se la llevara rápido o que la curara, vaya dicotomía existencialista, digna de un filosofo francés, mientras que otros abrazaban callados a la hermana con la que vive la tía, mientras ella lloraba también en el encomiástico silencio. Uno por uno, fueron entrando al lecho de muerte, donde estaba la tía postrada, la tía abandonada, la tía triste, la tía de ojos caídos, la tía hermosa, la tía amorosa, la tía enojada, la tía mal humorada, la tía alcahueta, la tía bondadosa, la tía caritativa, la tía loca, la tía fumadora, la tía sola, la tía incomprendida, la tía callada, la tía alegona, la tía celosa, la tía soltera, la tía que quería ser mamá, la tía huérfana, la tía moribunda, la tía con ganas de vivir, la tía.
Aquellos visitantes se paraban y la saludaban, creyendo que la tía no podía oír, ni ver, unos se miraban entre si dándose mensajes de compasión con miradas tristes, se acercaban a la tía que estaba acostada, su cuerpo ya hacia parte de la cama, como hacia parte de lo que muchos llaman el otro mundo. Mundo solo hay uno y es donde estamos respirando este aire contaminado. Ella entonces alzo la mirada, sus ojos caídos parecía que vieran el ir y venir del gentío que había en aquel cuarto, su lengua parecía que pesara mas que su cuerpo, mas que su imaginaria alma. Se saludaban, estrechaban su mano esquelética, apretando ella los últimos signos de afecto que el humano aprende cuando nace. La memoria se iba, la respiración seguía un ritmo inadecuado, un ronquido se escuchaba. Los parientes y conocidos que también fuera de ser lo que eran en sus vidas, eran súbitamente también tanatologos, médicos o enfermeras, otros eran místicos, otros religiosos. Pero otros, si eran ellos, eran los que guardaban el silencio. Aquellos que no decían nada escuchaban las conversaciones de los recien investidos tanatologos, enfermeros, médicos, místicos y religiosos. Lanzaban sentencias propias; ese es el olor de la muerte, decía el místico, ese es el ronquido de antes de morirse, decía el medico, esa es la mirada del moribundo decía el tanatologo, esos son los síntomas de la agonía, decía la enfermera, parece que esta llamando a Jesús sacramentado, decía el religioso. No se si la tía escuchaba o no, la mirada estaba perdida, yo no era ni tanatologo, ni medico, ni enfermero, ni místico, ni religioso. Simplemente sabía que algo andaba mal con ella, y que dentro de aquellos diagnósticos protocientificos y pseudocientíficos a la tía no le importaba quien de aquellos tenia la razón. La razón no la tenía nadie, nadie posee la verdad, simplemente nos damos en ocasiones la magnificencia de apoderarnos de un hecho por inocuo, por nocivo, por insubstancial, por estúpido o por veraz que sea, nos hace reconocer que somos sociedad construyendo una verdad dentro de un simulacro que llamamos realidad. Pero sobre todo y recalcando que a la tía que estaba en su cama, ni a aquellos que guardaron silencio en aquel rato de visitas, sabían que eso no importaba. Que mientras se habla mucho, se dice poco. A la tía no le importaban aquellos diagnósticos que podrían ser alentadores o perturbadores o mórbidos, que podrían encajar en un contexto de compasión. A la tía y a aquellos que callaban, que permanecían en silencio, sabían que las visitas se hacen cuando uno esta vivo y no cuando uno esta muerto.